viernes, 4 de noviembre de 2011

V

Del más atroz y terrible esclavismo de contrarrestar la eternidad, hemos intentado bendecir, santificar y agradecer: la vida. Pero aún, más terrible, es la conciencia. Doble suplicio.

Hay, y, desde la aparición del hombre, ha habido cuestionamientos sobre la causa de la vida; los más ingenuos y con menos tiempo crearon religiones, los de ceso más amplio y con ocio, crearon la filosofía.

Pero hoy sé que la causa es un deseo, un deseo o necesidad de algo muy ajeno y diferente a nosotros: La exterminación de la eternidad con la creación del movimiento. Pues qué es nuestra estancia en el mundo, sino movimiento, transformación, finitud (muerte). Somos esclavos, y sin saberlo, de la vida[1], del movimiento. No hay un sentido trascendental a la vida, ni a la muerte. Nuestro sentido es cumplir una deseo que ni si quiera entendemos. No hay nada que descubrir. Por ello hay un sentido de angustia, por ello un vacio, pues no tenemos un motivo individual, ni siquiera colectivo; ni como especie, ni como ser vivo. Somos un instrumento, una creación hecha, como todas las creaciones, para servir, no para complacer.

Nuestras autoexigencias son vanas, la búsqueda del sentido a la vida también, la medicina: el peor error.

Nos creamos motivos; evadimos el vacio, lo intentamos llenar con ideas, a veces con orgullo, con distracción, con conocimiento, con lo que sea, pero siempre algo nos advierte lo falaz que es ese tapón de artificios.

Víctimas y victimarios somos los generadores del movimiento. Cuando nos engendran nos propinan, sin saberlo, a un terrible suplicio: la vida. Y obligados, con el deseo violento y recurrente sexual, condenamos a nuestros descendientes. Y tal vez cuidamos de los bebes por espiar nuestras penas. Tal vez el pecado sea el ser victimarios.

Yo no tengo muchas bases en qué apoyarme. Carezco de fuentes, de citas, de autores, de libros. Soy muy ignorante. Más tengo una memoria prodigiosa. Y deben saber que mi espíritu es el mismo desde que he salido de la uretra de mi padre; soy una extensión de él; y no sólo física, sino espiritual también.

Y recuerdo -aunque su nueva religión: la ciencia, o lo supuestamente lógico, o la realidad les ha hecho creer-, que yo recorrí amplios caminos acuosos y bizcosos y me movía sin saber porqué. Era una carrera en la que todos se dejaron vencer. Eran más listos que yo. Y entonces fui extensión de mi madre y de mi padre.

Yo ni pensé.

En las primeras semanas de gestación tuve tiempo para analizar qué era lo que había ocurrido, y hacia dónde me dirigía. Quise comprender y cuando al fin lo logre, lloré; dentro del vientre. Y eso confirma los ultrasonidos más avanzados que había en aquel tiempo, pues revelan un inusual gesto de dolor, de tristeza, de angustia en mi rostro fetal.

Con el tiempo, el lenguaje nos crea nuevas ideas; nos hacen creer que la vida es un regalo de Dios, o que es un misterio, o que cada quien tiene una misión, y miles de teorías más. Condenamos y nos condenamos engendrando. Tememos a la muerte, aunque es el escape al esclavismo continuo (claro está, si no engendramos).

Tal vez crean que soy muy pesimista, pero tal vez ustedes son muy optimistas e ingenuos, Tal vez crean que es una invención, pero tal vez su lenguaje ha hecho lo suyo.

Y en realidad sólo pueden creer.



[1] En cuanto escribí esto, me remití a la palabra “vide” (vacio en francés).